Sobre la memoria

Miguel estaba en silla de ruedas y jamás se despegaba de la ventana. El asilo en el que vivía, que era también un sanatorio psiquiátrico, apenas trasparentaba la intimidad del interior del piso desde cuatro o cinco ventanas bajas que daban a ras de suelo, de las cuales una pertenecía a Miguel. El resto del inmueble estaba formado por muros, que si bien eran infranqueables para los cuerpos de los pacientes, se manifestaban inútiles y finísimos a la hora de parapetar sus gritos y delirios. Eso sucedía principalmente durante la noche. Durante el día todos los internos veían una tele pensil que colgaba del techo del salón principal como un ídolo cualquiera, una tele a la que Miguel declaraba su herejía por no hacer aprecio, ya que su interés residía en la porción de calle que daba a la ventana, en la que siempre hablaba de una antigua guerra con muchos muertos y muchos fusiles.

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Cuando nos mudamos frente a su ventana hacía un agosto tórrido y Miguel se despidió antes de conocernos. –Mi familia -nos dijo- viene a buscarme en dos semanas. Tengo un campo con cabras y me van a llevar allí. También tengo una novia, pero tengo más novias aquí. Después de aquello fueron sobreviniendo las estaciones. El otoño, con sus primeras lluvias, el asedio al Alcázar y la paternidad de Moscardó, que iría a mitificarse por siempre en el altar de Abraham y en los muros reconstruidos del baluarte de Toledo. Todavía no habían ido a buscar a Miguel y los nacionales se habían comenzado a atrincherar alrededor de Madrid. El sur había caído de un soplo y en muchos pueblos ya se echaban en falta a los maestros y a los sindicados. 

En tanto entraba el invierno Miguel nos comenzó a pedir con bastante insistencia que le lleváramos chapitas, esas que constituyen el mecanismo con que se abren las latas de bebida, ya que había aprendido a hacer pulseras con ellas. A cada una de sus novias había dado una pulsera y también a nosotros, a nuestras novias, a los auxiliares del centro y a la mayoría de los soldados de la tercera columna de la milicia confederada. A Miguel le gustaban todas nuestras amigas y además de regalarles pulseras estaba consiguiendo ponerse en pie, aferrándose a los barrotes de la ventana, para impresionarlas.  Sin embargo, pese a dichas proezas, parecía que el tiempo le arrebataba un año en cada segundo que hacía transcurrir a la vida. El invierno estaba siendo especialmente frío y casi nadie pasaba ya frente a la ventana del asilo salvo en horas puntas. No obstante Madrid resistía y en las inmediaciones del Puente de los Franceses había más sangre que agua corría por el Manzanares. –De aquí un mes estoy picando billete– sostenía Miguel, en tanto los fascistas italianos del batallón Garibaldi huían como perros de Guadalajara. Aún había cabida para la esperanza dentro del sanatorio.  

Coincidió con la llegada de la primavera que una tarde sacaron de paseo a todos los locos y a todos los ancianos. Estaba cerca el mes de abril y las calles del barrio olían a Semana Santa y ya habían recompuesto algunas vírgenes y algunos cristos defenestrados y habían adecentado algunas iglesias de las que quemaron los republicanos. Sin embargo, supuso para el barrio mayor algarabía la procesión de los locos que la de los santos. Cuando abrieron la puerta grande del centro, destinada a las ambulancias, para que salieran los locos, la mayoría de los vecinos abrieron también sus balcones y se asomaron a saludarles y les tiraron pétalos blancos que los locos recogían y volvían a lanzar al viento, quedándose absortos de ver el aire mecer la petalada y el sol de primavera tostarles los ojos y la piel pálida. ¡Viva el 14 de abril! Se oía proferir a Miguel, que celebraba la calle y la libertad a partes iguales, como elementos para él indisociables. Ya casi no comprendía las palabras. Pensaba en reagruparse en las orillas del Ebro, después de algunos meses descorazonadores para cualquier causa: nadie había venido buscarle todavía y los regimientos nacionales mantenían bien pertrechadas sus líneas sobre Cataluña, prestos a soportar el último aliento de las tropas rojas. A la hora de volver del paseo, ya no quedaba nadie en los balcones y casi ningún interno celebraba nada.

El solazo de verano estaba inaugurando junio como un fastidio insidioso. Nuestra estancia frente al sanatorio llegaba a su fin y Miguel pasaba más tiempo mirando la tele que el de costumbre. No había salido bien la última campaña. Desde la calle, lo escuchábamos quejarse de que el campo se le estaba llenando de chinches, porque ya era verano y debían estar los latifundios infestados de rastrojos salvajes, aún por segar. Le resultaba tan difícil ponerse en pie, agarrarse a la verja, hacer nuevas pulseras, que imaginarlo segarlo el campo infundía una sensación demoledora.  Fui a despedirme cuando el curso acabó. –¿Te vuelves al campo o qué?– le dije, pero ya no se acordaba de mí. Sonrío por cortesía con gesto desdentado y se dio la vuelta para ver la tele. Espero que se le olvidara también quién ganó la maldita guerra de la que tanto habla.

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