Sobre la izquierda en los debates televisados

El debate político está deviniendo un rentabilísimo objeto de consumo. Anoche terminé de percatarme al constatar que las ofertas de 'prime time' de dos grandes cadenas, Telecinco y la Sexta, consistían precisamente en acalorados e hiperpoblados debates, el de una cadena a consecuencia del de la otra, por aquello de la guerra de audiencias y anunciantes.

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Sucede que hay personas en la izquierda que han obtenido un marcado atractivo mediático, lo que podríamos entender como ‘carisma’, término arrinconado en los desvanes del léxico político desde la época de Felipe González, que tenía tanto carisma como dotes para el engaño y la traición. Esta gente carismática arrastra masas, lo cual es un arma de doble filo: son útiles para la clase a la que prestan servicio, pero también podrían serlo para la clase dominante, porque congregan audiencia. Si entendemos las televisiones privadas como amplificadoras del discurso que imponen sus anunciantes (quienes pagan, bancos, grandes empresas) y éstos a su vez como constructores de un imaginario colectivo y unos valores destinados a perpetuar su situación dominante, tenemos argumentos para colegir que si bien la presencia de la izquierda en televisión es positiva a la hora de formar pensamiento crítico, podría generar más beneficios para la cadena de marras que para la sociedad en vías de emancipación, asumiendo que tienen intereses contrapuestos. 

¿Y cuál es la respuesta? Pues no lo sé muy bien. Porque en verdad creo en el discurso de Ada Colau y creo en el discurso de Alberto Garzón y en el de Julio Anguita, en las luchas de Gordillo y Cañamero, creo en los individuos y en las posibilidades de connivencia ideológica (no necesariamente práctica o programática) de todas las plataformas. No pienso de ellos, como otros hacen, que sean clásicos oportunistas, mareadores de perdices o agentes a sueldo de la burguesía socialdemócrata. Sí lo son los presentadores de televisión, directores de periódicos de gran tirada y politicuchos del PPSOE que comparten escenario con ellos, de manera que la propia línea de los debates discurre encasquetada en unos márgenes inconmovibles. Por ejemplo, los debates versan sobre escraches: escrache sí o escrache no. Miles de horas empleadas en valorar los escraches como método de protesta, pero… ¿y los desahucios? ¿Por qué no se gasta tanto tiempo en deliberar sobre desahucio sí o desahucio no? Se está entendiendo el desahucio como un mecanismo legítimo, propio, consumado, un mecanismo que existe y punto, poniendo el acento en si es coherente y legal protestar de cual o tal forma contra ellos, toda vez que queda establecido que los desahucios existen… y punto. No sé si me explico. El escrache es una condición residual, espúrea, del problema troncal, que son los desahucios, que a su vez son un síntoma de una contradicción aún mayor, la apropiación del derecho a la vivienda por parte de constructoras privadas, la especulación inmobiliaria. Pero el debate no es ése. Todo esto queda deliberadamente aparcado en tanto algunos tertulianos conducen la discusión a si es violencia o no es violencia adherir pegatinas en los portales de algunos políticos, a lo que los afectados aducen que sus métodos siempre son pacíficos…  se obvia también que el gasto en policía antidisturbios ha ascendido un 1.780% en el último año, es decir, que el régimen que soportamos se está manteniendo a la fuerza, de forma violenta, antidemocrática y farisaica. La censura existe, pues, a través de esta línea editorial que intenta mitigar el discurso de la izquierda, cuya sola presencia en plató ya sirve para infundir al medio la credibilidad que necesita.  

Y… ¿Qué hacer ante esta coyuntura de dominación ideológica, en que vamos perdiendo por goleada la batalla de las ideas?  Hay consenso en admitir que es apropiado que la izquierda comparezca siempre en televisión, aun en nidos cavernarios de ultraderecha si fuere necesario, y que esta izquierda sea mejor, más precisa e incisiva que los mecanismos de censura. Más que nada por la necesidad de construir hegemonía, una hegemonía cultural que sustituya a la presente. Si bien comprendemos que las ideas dominantes de una sociedad son siempre las ideas de la clase dominante, para erigirnos clase dominante es tarea inmediata para la izquierda conquistar el terreno de las ideas e ir implantando nuevos valores colectivos. Caso práctico: escuché el otro día a un trabajador decir “En Portugal han despedido a 30.000 funcionarios... ¿sabéis por qué? Porque ellos han cobrado paga extra. Por eso yo prefiero no cobrarla y que no despidan a nadie”.  Esta frase es esclavitud y rebela un estadio evolutivo de la mentalidad colectiva muy inferior al que necesitamos para formar un movimiento de masas. Hay que adaptarse a éste e ir transformándolo de forma progresiva, porque el socialismo es una ideología de masas y no se alcanza sólo mediante una vanguardia revolucionaria reducida ni mediante movilizaciones mesiánicas, por nutridas o contundentes que sean. Es tarea de la izquierda congregar a las masas y darles una idea que habrán de aprehender antes que un fusil y una papeleta antes que una bala. Y para eso han de aprovecharse los debates de la televisión, aun viciados, porque lo que no sale en la tele, lo que no sale en los medios de comunicación, sencillamente no existe para las masas. 

La rentabilidad que están generando para cadenas privadas tanto los debates como otros programas sobre política es, no obstante, digna de mención. ¿Merece la pena? ¿Da lugar a contradicciones éticas? En mi opinión no, si resulta que sirven de puente para ir conquistando nuevas cotas de poder, que den lugar a conformar debates más igualitarios o que apunten en mayor medida al meollo de los problemas sociales, para ir gradualmente cambiando de bando. Puede que el discurso de la izquierda mediática no sea sustancialmente revolucionario: ayer, Julio Anguita, limitaba el suyo a ‘cumplir la Constitución’. Pero claro, la Constitución abre la puerta para que el Estado asuma el control de la riqueza nacional en caso de necesidad (como ésta), y como la riqueza nacional pertenece en gran parte a empresas privadas, hablaríamos de un discurso revolucionario; ayuda además a formar hegemonía, porque implanta en la gente la mentalidad de que es el poder económico quien debe subordinarse a los intereses de la sociedad y no al revés; en última instancia, descarga de connotaciones negativas o violentas a las ideologías de izquierdas, porque las sitúa dentro de una lógica aplastante, amparadas incluso por una constitución conservadora. Entendiendo la hegemonía cultural como la vigencia de un discurso concorde a los intereses de una clase y no de un partido concreto, qué duda cabe que Anguita, Garzón, Ada Colau y demás están construyendo hegemonía, como paso previo en que poner esperanzas de cara a conformar un movimiento político tan amplio como implacable. 

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