Cien malditos años
Cuando el 21 de mayo de 1990 Eusebio llegó a la puerta principal del Zentralfriedhof, el cementerio de los músicos de la capital austríaca, caía una molesta llovizna mecida por un viento frío y desapacible del noroeste. Malos vientos son ésos. Tras atravesar la puerta de entrada, se encaminó al Viejo Cementerio Judío, ubicado en el interior, y allí preguntó en la garita de entrada por la tumba de un viejo conocido, Béla Guttmann.
El conserje salió de la garita, miró de arriba abajo al goleador luso y volvió a entrar sin decir palabra. Eusebio hubo de pegarse a la pared en la que se abría un mostrador con cristalera enmarcada en maderas verdes para driblar a una lluvia que empezó a caer con algo más de fuerza. El conserje consultaba libros de registro y de vez en cuando miraba de reojo a aquel negro que se interesaba por un judío húngaro muerto hacía nueve años de puro viejo.
Al rato se levantó, hizo girar una contraventana del mostrador y señaló uno de los caminos que hermosean el Zentralfriedhof, un auténtico bosque - A cien metros más o menos, a la derecha y entre cipreses. Tiene el nombre.
Eusebio se levantó las solapas del chaquetón y tomó el camino mientras arreciaba la lluvia. Aceleró el paso y perdió toda noción del espacio recorrido. Pero allí, a su derecha, había un grupo de cipreses y entre ellos un par de tumbas con la estrella de David labrada en el mármol. En una de ellas brilló una inscripción a la luz de un relámpago: Bèla Guttmann, 1900–1981. Eusebio avanzó dos pasos y se situó a los pies de la tumba, de pie y con las manos cruzadas sobre el vientre.
Han pasado muchos años, - musitó el antiguo futbolista mientras la lluvia le corría por el rostro hasta entrarle por entre los labios-. Han pasado muchos años-. Después quedó en silencio esperando una respuesta que no iba a conseguir. El jugador lo sabía. Quien fuera su entrenador en la época más gloriosa de su carrera y de su club, era hombre de pocas palabras. No iba a contestarle, pero esperaba que le escuchara, que oyera lo que no pretendía que fuera una plegaria, sino un acto de justicia. - Han pasado muchos años y aquello se arregló. Usted volvió a entrenar a Benfica, déjenos en paz señor Guttmann, ya tenemos bastante con lo que va a poner en el campo Arrigo Sacchi. Tiene delante a Van Basten, a Ruud Gullit, a Carlo Ancelotti, a Rijkaard... y detrás a Costacurta, a Baresi, a Maldini, a Tassotti... cree usted, mister, que necesitan maldición para ganarnos. Denos una oportunidad, acabe con todo esto. Usted descansará en paz y nosotros nos veremos al fin libres. Van ya para treinta años, mister, no podemos esperar cien años para ganar un título europeo. Es demasiado tiempo. Déjenos jugar a la pelota y descanse mister, descanse.
Paró de golpe la lluvia. De pronto cesó el viento y ya no cayó una gota de agua. Eusebio dejó de mirar la lápida y levantó la vista al cielo. Nubes oscuras corrían hacia el sureste y un relámpago cruzó entre ellas y le asustó. Ni se despidió siquiera de su antiguo entrenador. Se vio solo en aquél cementerio vienés y corrió hacia la salida. Desde la garita en la que principia el viejo cementerio judío le miraron unas sombras y más adelante, en la entrada principal del Zentralfriedhof, pudo ver al vicepresidente del Benfica y al taxista que miraban hacia el interior. - Llueve - le dijo su compañero de club. - Llueve - respondió lacónico Eusebio mientras entraba en el coche que les iba a devolver al hotel.
Al día siguiente, mientras desayunaban, se le acercó Sven-Göran Eriksson, le puso la mano en el hombro y le sonrió, –¿Qué, os ha perdonado Guttmann? - Eusebio no contestó. Le devolvió la sonrisa y volvió a su revuelto de huevos con champiñones. Sentado en la misma mesa y delante del mito del Benfica estaba el vicepresidente que le había acompañado la víspera al cementerio. - El viejo Béla no perdona. Era un cabezota. Sabes que terminó su carrera el año del crack del 29. Jugaba en un equipo judío de Nueva York, el Hacoak. Fueron años malos, lo pasó regular, terminó jugando en un All Star del Hacoak y regresó a Europa, a esta ciudad de Viena, para entrenar a un equipo que la comunidad judía tenía aquí con el mismo nombre, Hacoak. Después vino la invasión alemana y se marchó a Hungría. Entrenó al Újpet Dósza y al Honved, también al Maccabi de Bucarest, el equipo de la colonia judía en Rumanía. Cuando terminó la guerra se largó a Italia, y luego a dar tumbos otra vez, Argentina, Brasil, Chipre... Hasta que se lo trajeron al Porto en el 58 y a la temporada siguiente llegamos a un acuerdo con él: quería entrenar al mejor equipo de fútbol de Portugal para hacerlo el mejor equipo de Europa. Y lo hizo. Desbancamos al Real Madrid, que ganó las cinco primeras copas y logramos dos seguidas. Quería más dinero, pero ni teníamos ni la mayoría de la directiva quiso hacer el menor esfuerzo, decían que era una locura. Lo podríamos haber hecho, pero no. Las cosas se torcieron y Béla se fue. Dijo que ningún club portugués ganaría un campeonato de Europa y menos el Benfica. Fue un calentón, pero pasan los años y no conseguimos ganar campeonato alguno. Los muchachos están felices, ajenos a todo esto, piensan que van a ganar. Ahí los tienes, sus caras reflejan confianza, ayer decían que iban a golear al Milan, que eso de partir como favoritos se les va a volver en contra. Pero nosotros sabemos que no. Que digan los chavales lo que digan, y diga el viejo Bèla lo que diga, el Milan tiene un equipo fenomenal, el mejor del mundo hoy por hoy. No deberías haber ido a visitarle al cementerio. Estos judíos no descansan nunca. Seguro que no te habló – Eusebio, sorprendido, miró a los ojos del vicepresidente, que continuó con su discurso -, seguro que no te habló porque no estaba allí. Esta merodeando por aquí, esta mañana lo he visto asomarse por el ventanal de la cafetería. Fue un poco antes de que tu bajaras a desayunar, mientras te esperaba. Y esta tarde estará en el Prater. Nadie lo verá, porque nadie puede verlo. Yo sí, jugué con él en Nueva York, y después me llamó para que viniera a jugar en un equipo que entrenaba en Holanda. Compartimos piso. Practicaba la cábala y dibujaba círculos en el suelo con una estrella de David circunscrita y unos símbolos que yo entonces desconocía. Era un superviviente. Le tocaron tiempos duros, muy duros, y se libró de todos, pero no tuvo descanso. Ahora tampoco; estará a pie de campo, junto al poste de la portería contraria. Me lo dijo sin abrir siquiera los labios, desde ese cristal que ves ahí enfrente, parado en la acera y bajo una canal que lanzaba sobre él un chorro tremendo de agua. Ni se mojó. Es sólo espíritu y sabe cosas de la cábala. Marcará el chaval que estuvo jugando en el Sporting y luego se fue a España, al Zaragoza, Frank Rijkaard. Eso me lo dijo ayer, cuando me quedé en el taxi esperándote. Salió nada más entrar tú, os debisteis de cruzar en la salida. Se acercó a la ventanilla y me miró. Solo eso, los espíritus no hablan Eusebio, no hablan, sólo actúan. Y no descansan.