¿Sentido común o sentida comuna?
¡Atención! Algunos de los términos que van a leer en este artículo podrían herir la sensibilidad de lectores de prosa fina y distinguida. Bien, espantados los monoculistas y sensibleros, analicemos el tabú más sujeto a reconfiguraciones y por tanto más carente de cuórum y consenso académico. El sexismo lingüístico.
Incrustados en el imaginario colectivo, coexisten en el acervo expresiones, tics, evocaciones… a una rancia y retrógrada posición social de la mujer en la realidad española y por ende codificada por un sistema conceptual muy acorde. La equidad y la igualdad son dos banderas que se enarbolan con facilidad desde muy diversos frentes, como una ideología común tendente al progreso simulado. Un comodín de camuflaje para encuadrarse en el flanco de los aperturistas, para que nos entendamos. Pero la profunda realidad difiere de poses y postrero.
Es evidente que seguimos recurriendo a voces anticuadas heredadas de una época de postergación femenina. Los intentos por naturalizar y adaptar con sostenibilidad el patrimonio simbólico tan discriminador han sido un fracaso o al menos no un éxito rotundo y plausible. Mentes seniles y conservadoras, y plumas desgastadas con trazos decimonónicos, son los encargados de hacer un lifting a nuestro vocabulario. Una cirugía en manos temblorosas y decrépitas, una escabechina. La discriminación positiva ha sido el resorte más habitual. El Amazonas y las grandes reservas ecológicas del mundo se verían devastadas si en cada auto judicial, notificación burocrática o en una moción política hubiese que desdoblar los términos para integrar al género femenino en la elocución. Presidente/presidenta, Secretarios/secretarias, diputados/diputadas… Farragoso, disfuncional, carente de pragmatismo y cercano más a la sorna y un tono jocoso-burlón de complacencia que un gesto de respeto y progreso.
La economía del lenguaje desmonta la opción de la matización obsesiva de cada vocablo, de manera que desemboque en una encriptación del mensaje entre acotaciones y puntualizaciones de género. La semántica sería fustigada por este método, poniendo en jaque el pacto comunicativo. Si se plaga un discurso con desambiguaciones constantes, el proceso se resiente inevitablemente.
La relevancia no reside en distinguir entre miembro y miembra, sino en desterrar consideraciones denigrantes en sí mismas y que sostienen los cimientos de un machismo latente cuya estirpe no se erradica. El refranero es un vergel fértil de enunciados que sobrepasan fronteras de lo asumible. ‘El asno y la mujer, a palos se han de vencer’. ‘A la mujer ventanera, tuércele el cuello si la quieres buena’. ‘La mujer que no pare ni empreña, darla golpes y cargarla de leña’. ‘La mujer y el vino engañan al más fino’. Atrocidades. Una violación flagrante del diccionario y un auténtico mancillamiento de un léxico ilimitadamente fecundo.
El olor a naftalina rancia de estos arcaicos esputos lingüísticos genera rechazo y pocos recitan frases de este calibre actualmente sin notar un puntapié en las cuerdas vocales. Es un pequeño gran paso. El concepto de lo políticamente correcto es un dique artificial creado para evitar que se desborde el caudal discriminatorio que aún sigue germinando en la educación de nuevas generaciones. El error sería la rearticulación de los códigos como un signo de deferencia hacia la mujer, porque la necesidad de un lenguaje neutro viene impuesta por el compromiso con la exactitud y el rigor.
Un coñazo siempre será algo tedioso y engorroso, mientras que lo cojonudo es aquello que genera admiración. Porque no es lo mismo ser astuto como un zorro, que tan promiscua como una zorra. La racionalidad y la lógica son dos criterios fundamentales más allá de estimaciones formales a la hora de elegir las herramientas adecuadas para trazar un discurso ponderado. Porque no es lo mismo sentido común que una sentida comuna.