Bonobos y bobos de la tele
¿Qué sería del ser humano sin las modas? Esas tendencias que marcan una pauta a seguir para mantener un estatus de aceptación y pertenencia a un grupo o un segmento. Seríamos inadaptados, outsiders, bichos raros, perros verdes, huraños, seres extraños, excéntricos, en la periferia del ecosistema social. Equilibrados y ponderados, pero solitarios y extravagantes. Es la industria de la producción humana en serie.
Comportamientos, actitudes, conductas, tics, pensamientos… son tamizados, reciben el barniz de un discurso de autoridad que potencia el conformismo y la simplicidad. Incluso en la rebeldía al propio sistema somos pasto de resortes y automatismos previsibles y carentes de racionalidad.
Recuerdo una conversación de besugos que protagonizaron un compañero de facultad algo peculiar con un profesor. El alumno aducía que odiaba la televisión, que le parecía una creación demoníaca que desprendía un tufo pestilente y nauseabundo de los azufres de una propaganda barata y ridícula. Sin embargo, no tenía ningún reparo en reconocer que contaba con un televisor en su salón. El docente le espetó con incomprensión, -pero si no la ves y abominas de ella, ¿por qué tienes una en casa?- a lo que respondió, -para poder odiarla-. Su autopercepción como underground le obligaba a manifestarse contrario a convencionalismos, a parapetarse contra ellos y a responder con vehemencia casi instintiva, a pesar de que su cotidianidad gravita entorno a ellos, lastrando sus consignas grandilocuentes pero escasamente coherentes.
Surfeamos con destreza por las corrientes imperantes, experimentando en la cresta de la ola una sensación de falso poder o autoridad, que es la base de su eficacia. Somos persuadidos de que elegimos entre las miles de combinaciones de un sendero laberíntico que atrofia la orientación y la percepción, enmascarando una univocidad latente. Cualquier giro forma parte del funcionalismo estructural que nos rodea, son maniobras lampedusianas que garantizan su vigencia y fortalecen su vigor.
Hace años, cuenta la leyenda, que los documentales de la 2 de TVE cambiaron los hábitos del español medio. Según los testimonios, reunían a familias enteras entorno a los graznidos del petirrojo o los hermosos aullidos del lobo (Félix Rodríguez de la Fuente dixit). Era el triángulo de las Bermudas de los índices de cuota de pantalla, nunca aparecían en los radares de los estudios mediáticos, pero todos los españoles asegurábamos nuestra incondicionalidad.
Daba igual si al día siguiente, a la hora del café, al debatir sobre aquellos programas, un interlocutor inventaba el nombre de una especie de insecto de la Patagonia, mientras su interesado oyente asentía; era un espacio fabulado de comunicación, sometido a la complicidad y permisividad de ambos. Era lo pertinente, lo kitsch y más cool, para denotar cierto grado de sobriedad y a la vez suponía distanciarse de la versión más perniciosa de la televisión.
La popularidad de este instigador incansable de algo tan ibérico como la siesta se diluyó y se redujo a un recuerdo nostálgico. Quién sabe si la nueva hornada de documentales acusó la explicitud a la hora de mostrar las conductas promiscuas del guepardo y su libidinosa vida nocturna en la sabana africana, así como la agitada y frenética sexualidad de los bonobos.
“Yo no veo la televisión, paso de esa basura”. Mientras millones de telespectadores siguen sosteniendo la industria con su fidelidad, todos nos afanamos en manifestar que repudiamos el medio y nos desmarcamos de sus contenidos. Internet es el recurso para desafiar los cauces mediáticos tradicionales y rebelarnos ante sus denigrantes, indecorosas e inmorales parrillas de programación. Aunque finalmente, frente al ordenador, nadie se acuerda de las grullas y los chacales, y sí de esas series machaconas que se repiten hasta la saciedad en los canales televisivos.